jueves, 4 de marzo de 2010
LA CORTINA, por Lucía Muñoz
Aquel día, Raimundo llega a casa cabizbajo. En la mirada que le capta su hija Fernandita de 12 años, hay toda la pesadumbre, ira e incomprensión del mundo. La niña corre a saludar a su padre y se abraza a su cintura. Raimundo besa a su hija en la frente despejada y le dice:
-Fernandita, no salgas a la calle, que hay hombres malos que cortan los pechos a las niñas bonitas como tú.
La hija se ha quedado perpleja ante lo que acababa de oír, quiere replicar, preguntar, pero piensa que si su padre dice eso, sin duda debe de ser verdad; así que se abraza más fuertemente a la cintura de su padre.
Es el año 1936, la guerra recorre las calles con su negra sombra y su bandera de sangre. La flota de pescadores está amarrada y debe de permanecer así; aquel que saque el barco para pescar, será severamente castigado.
-Nada. No traigo nada para comer- dice Raimundo desconsolado.
-Bueno. Mañana será otro día y tal vez...- comenta Luisa, su mujer.
-Tal vez nada. Nada de nada. Hambre, hambre y miseria, eso es lo que nos espera si esta maldita guerra dura mucho. Los pobres siempre tenemos que pagar el pato de todo.
-No hables tan alto hombre, qué te va a oír los niños.
-¡Pues que se enteren! Tarde o temprano lo van a saber, o ¿es que piensas que esto va a ser cosa de dos días?
-¿Tan grave es?
Raimundo no responde a su mujer.
-Que el señor nos ampare y nos proteja- susurra Luisa santiguándose.
-¿El señor?, ¿Es que crees que tu señor tiene algo que ver en esto?
-Raimundo te he dicho muchas veces qué en mis creencias no te metas. Tú puedes ser del partido que tú quieras, pero con mi iglesia no te consiento…
A Luisa no le da tiempo a terminar la frase. El guantazo la deja atónita. No es que fuera ésta la primera vez que su marido le pegara cuando ella protestaba por algo, pero precisamente delante de su hija nunca lo había hecho.
-¡Madre! - grita la hija - ¡madre, no llore!- y se abalanza hacia ella.
-¡Fernandita, vete al dormitorio con tus otros hermanos!- ordena el padre.
La hija de mala gana y llena de sentimientos contradictorios hacia su padre, se separa de la madre. En el fondo sabe que no poduede hacer nada. Ni ella ni sus otros cuatro hermanos más pequeños.
Ignacio, el bebé de cinco meses comienza a llorar sin consuelo en su pequeña cuna de madera, a caso, imaginando el destino que les aguardaba a los miembros de aquella casa.
Fernandita corre la cortina que servía de separador entre el comedor-cocina y el único dormitorio de la casa. La cortina es una bandera republicana. Al abrirla encuentra a sus cuatro hermanos restantes, con los ojos lagañosos, los mocos caídos, el pelo enmarañado, las caritas llenas de churretes, las ropitas raídas y desgastadas del uso de un hermano a otro.
Fernandita coge al bebé Ignacio de la cuna de madera y lo abraza. Intenta consolarlo susurrándole una canción de cuna, la misma que le habían cantado a ella en aquellos años en que nada era lo que parecía, en que todo era del color de las rosas y en la mesa siempre había medio pan redondo recién hecho, un plato lleno de pescado fresco, brillante y plateado, y una olla hirviendo con un rico guiso que perfumaba toda la casa y le hacía salivar y reír, pedir y recibir una cucharada calentita de aquel caldo tan sabroso de manos de su madre.
Su madre, tan guapa, con una sencilla bata de algodón blanco, sus cabellos negros recogidos en un moño alto, ojos almendrados, nariz algo respingona que le daba un aire divertido, o por lo menos, eso le parecía a Fernandita, sobre todo cuando su madre la hacía mover de un lado a otro, debido a que le picaba porque le había entrado un poco de pimienta de la que acababa de moler en el mortero… “Fernandita, ráscame la nariz”, solía pedirle su madre. A veces hasta se llenaba con un poco de moquillo pero eso a ella no le importaba, “Ojalá ahora mismo me lo pidiera, aunque me llenara toda la mano de mocos …” Recuerda a su madre limpiando el pescado, escamándolo, sacándole las tripas mientras de sus labios salían aquellas canciones, coplas de amores entre un señorito y su criada, de un torero y una cantante de cuplés… De un hombre que venía en un barco con nombre extranjero…
Han pasado varios días, el hambre corroe las tripas, pero nadie en aquella casa se atreve a hablar. Raimundo esté de muy mal humor. Los niños gimotean apilados encima del colchón de paja, hambrientos, asustados…
Luisa, después de dos días sin poder poner en la mesa más que unos mendrugos de pan duro, y dos moniatos asados que su buena vecina Hortensia les regaló, piensa que su bebé no toma tanta leche como ella acumula en sus pechos, y se saca toda la que puede y con ella hace unas gachas de harina tostada y un poquito de azúcar.
Fernandita en silencio lo ha presenciado todo escondida tras la cortina.
Luisa los llama a todos, pone la sartén encima de la desvencijada mesa y con cucharas de madera comen con la avidez del que sabe que puede ser su última cena, desayuno y almuerzo. Se relamen los niños del gusto, pero Fernandita, no puede, se le hace un nudo en la garganta, de recordar la escena de su madre ordeñándose frente a la sartén.
Raimundo lleva dos semanas parado, sin hacerse a la mar. Por la noche sobre el colchón rumia palabras, pensamientos que no le dejan pegar ojo, hasta que a las tres de la madrugada, se levanta y corre la cortina del dormitorio. Luisa que tampoco ha podido dormir eschuchando a su marido y sintiendo todo su nerviosismo, se levanta tras él. Fernandita que se ha despertado, puede oír a su padre hablar en la otra sala:
-Voy a por el barco. A echar las redes. Pase lo que pase, no podemos seguir así, no podemos, mira a los niños, cada día están más famélicos...
-¡No vayas, no vayas, Raimundo! ¡Te molerán a palos, no vayas por favor…!- Suplicaba su mujer.
Pero de nada le sirve a Luisa las protestas, los ruegos… Angustiada por lo que le pueda pasar a su marido, se seca las lágrimas con el viejo delantal a cuadros que un día fue azul y blanco. Nada puede hacer, más que llorar y esperar. La mujer no protesta, la mujer no dispone, la mujer no niega nada a su marido, la mujer no responde mal a su marido, la mujer sólo tiene que agachar la cabeza y esperar.
En la calle hay disturbios, se escuchan llantos, gritos, algún disparo. Fernandita y sus cuatro hermanos encima del camastro tiemblan de frío, tosen, se comen los mocos y se chupan los dedos soñando con piruletas rojas.
Luisa que ya no puede dormir de la intranquilidad, enciende los últimos trozos de picón y luego pone encima una olla, a la que añade agua, sal, una patata, un nabo y un hueso que ya ha hecho más de quince caldos.
Son las siete de la mañana. Se oyen fuertes golpes en la puerta, Luisa se muerde el labio y aprieta las manos en el delantal.
-¡Fernandita, hija!- grita Luisa-, ¡baja la cortina y métela bajo el colchón. Haz lo que te digo, rápido!
Fernandita salta de la cama y tira de la cortina que es una bandera republicana. La esconde bajo el colchón y se acurruca nuevamente con sus hermanos.
-¡Abran o rompemos la puerta de una patada!- gritan tras la puerta.
Luisa se santigua encomendándose a todos los santos. La mano temblorosa da dos vueltas a la llave. No quiere ver, no quiere mirar, no quiere sentir. Pero sus ojos se han clavado en otros ojos ensangrentados, en una nariz rota, un labio partido, un trozo de oreja descolgada, una camisa rota, varias costillas partidas, los calzones rajados ensangrentados…
-La próxima vez que lo veamos echando la red, no te lo traeremos, se lo comerán los peces- sentencia uno de los hombres con bigote negro grueso y cara de mala leche.
La puerta se cierra, y los niños salen todos a la vez del dormitorio. Fernandita saca de debajo del colchón la bandera republicana que hasta ese día había servido de cortina.
Luisa limpia las heridas a su marido con tiras de trapos blancos. A la mujer las lágrimas se le derraman a cántaros por las mejillas pálidas por el miedo, por el terror a lo que ella siente que pronto va a ocurrir… Gotas de amargura que estallan en el rostro desencajado del marido que al sentir el contacto de las lágrimas, contrae el rostro y gime de dolor.
-No olvidéis esto nunca hijos míos, nunca...- Es lo último que logra decir Raimundo, antes de morir en brazos de su esposa, envuelto en la cortina de la bandera Republicana.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
uffff que texto más duro...
ResponderEliminarpero que bien contado...
me ha gustado mucho la verdad.