Mi nombre es Carlos García, tengo diecinueve años y soy estudiante de
Bellas Artes en Málaga. Me hospedo
en una pensión barata cerca del puerto. No es un lugar de esos donde las putas
llevan a sus clientes, sino una casa grande de muebles apolillados y cuadros
oscuros, llevado con limpieza de hospicio por sus dueños, un matrimonio rico
venido a menos. En la pensión los inquilinos suelen durar poco, pues la mayoría
son emigrantes o gente de paso, exceptuándome a mí y un anciano al que llaman “el Cabo”, que ocupa la habitación
contigua a la mía.
El Cabo es un hombre grande, feo y desgarbado, de cara amplia y pálida
que amarillea en las mejillas. Cojea de la pierna izquierda, por lo visto había
sido soldado, pero cayó en desgracia por un “accidente laboral”, que queda algo
oscuro en boca de mi casera. Lleva trajes grises con camisa blanca, y un bastón
de madera negra con empuñadura de plata en forma de garra de león, cosa que le
da un toque de distinción a pesar de su corpulencia.
Es un viejo silencioso y solitario que se queda en el bar de la esquina
hasta bien entrada la madrugada, donde yo suelo ir algunas noches a tomar unas
cervezas. El Cabo bebe largos tragos de aguardiente uno tras otro. Algunas
veces me ha mirado al cruzarnos en el bar o en el pasillo de la pensión,
dejándome la sensación de que quiere decirme algo. Nunca nos habíamos causado
el menor problema, hasta esta noche, claro…
Tras las clases en la universidad, hoy he llegado a la pensión más allá
de las cinco de la tarde, cabreado. Arrojé los libros sobre el escritorio y me
preparé un vaso con ron y zumo de naranja, para animarme, y como no lo conseguí
me hice un par más, hasta que me tumbé sobre el colchón adormilado.
No sé cuánto tiempo habría pasado cuando oí aquellos inquietantes golpes
en la puerta, secos y contundentes. Primero pensé que eran producto de mi
imaginación, pero a los pocos segundos los golpes seguían allí tan persistentes
como al principio. Me incorporé y a tientas me dirigí hacia la puerta. Me dolía
la cabeza y en la boca sentía un amargo sabor a naranjas podridas.
Abrí la puerta y me sorprendió lo que vi. Era mi vecino el Cabo. Esgrimía
el bastón en alto, desafiante, los ojos ensangrentados y un aliento a
aguardiente barato con el que me dijo:
-¡Chaval, hoy estás de suerte!
-¿Cómo dice?
-¡Que hoy es tu gran día! Te voy a invitar a una copa en mi cuchitril -y dicho
esto, me agarró del brazo con una presión tal que pensé que me lo arrancaría.
Yo le insistía en que me había sacado de la cama y estaba francamente
cansado. Pero el Cabo me propinó un empujón, lanzándome al interior de su
habitación, seguido de un “pasa hombre”, que no pude rechazar.
El dormitorio estaba iluminado únicamente por la lamparilla de la mesita
de noche. En el aire había un olor a alcanfor y a añejo que me revolvió las
tripas.
-Oiga, lo siento, pero no me encuentro bien -insistí, y tras decir
aquello, el Cabo me gritó con asombrosa autoridad:
-¡Siéntate en esa silla, soldado! ¿Es que no has oído mi orden? ¿Por qué
me miras con esa cara de pánfilo?
Me quedé petrificado, incapaz de articular palabra.
-¡Te ordeno que te sientes! -insistió, y acto seguido me cogió por los
hombros y me obligó a sentarme.
El Cabo sacó de su armario una botella de anís del Mono y dos copas
pequeñas.
-Ahora vamos a ver de qué madera estás hecho -dijo, y sirvió dos tragos.
A mí nunca me ha gustado el aguardiente, y menos a palo seco, pero hice
de tripas corazón y me lo bebí de un solo trago. Pensé que así me dejaría
tranquilo y podría marcharme cuanto antes, pero para mi disgusto volvió a
llenarlos de nuevo.
-¡Venga, de un golpe, soldado! -gritó y añadió- ¡Por todos mis muertos!
El segundo trago me quemó la garganta. El Cabo quiso volver a llenar,
pero yo puse la mano sobre la copa en señal de que ya había tenido bastante, y
cuando hice intención de levantarme, mi vecino me clavó sus dos ojos negros.
Eran tan enormes y tenían un brillo tan repulsivo que tuve que apartar la
mirada de ellos. Sentía mi corazón
agitado y un rubor extraño en las mejillas.
-¿Es que no te han enseñado modales, soldado?
-¡Yo no soy su soldado!
-Tienes razón, pero al menos por respeto a mi edad no deberías rechazar
mi compañía -me dijo tan apesadumbrado que sentí lástima. Pensé que en el
fondo no era más que un anciano
loco y solitario que buscaba alguien con quien hablar.
El Cabo volvió a su armario, rebuscó y sacó un maletín negro, regresando
junto a mí con un paso firme de militar que me angustió. “La cojera es una
farsa”, pensé, y se me erizó la piel. “¿Qué pretende de mí? ¡Este tío está
loco!” Sentí un leve mareo, producto sin duda del aguardiente ingerido. La
habitación comenzó a darme vueltas… ¿Qué había en la mirada y la voz de aquel
viejo que me tenía paralizado en la silla?
El Cabo depositó sobre mis rodillas el maletín negro, que por cierto era
bastante pesado. Mientras lo abría, un sentimiento de pánico se apoderó de mí y
comencé a imaginar que en el interior de aquel maletín habría toda clase de
instrumentos de tortura. “Me va a degollar, me va a apalear con la garra de
león del bastón hasta hacerme reventar los sesos…”
-Cierra los ojos, chico. Te voy a dar una sorpresa tal que jamás la
olvidarás en tu vida -me dijo, y yo, como un niño obediente, así lo hice.
¿Por qué no salí corriendo? ¿Por qué no grité auxilio? Él era un viejo
loco borracho y yo… ¿Yo? ¡Un débil ¡Un estúpido! Mi padre siempre me lo decía:
Carlos, eres demasiado sensible, te van a dar de hostias por todos lados como
no te espabiles.
El Cabo, para mi asombro, con una gran rapidez
y destreza me ató las manos a la espalda de la silla.
-¿Pero qué hace usted? -pregunté removiéndome
en la silla- ¡Esto será una broma! ¿no?
El viejo me arreó una hostia que me desencajó
parte de la mandíbula. Sentí que me ardía la mejilla izquierda y un chorrito de
sangre comenzó a fluir por mi labio inferior. La habitación comenzó a dar
vueltas y vueltas, sentí náuseas y pensé que si vomitaba me ahogaría en mis
propios vómitos.
-Tranquilo, chaval, si ahora viene lo mejor -me
susurró al oído mostrándome un revólver.
Comencé a temblar, a balbucear súplicas y
ruegos, como cuando era niño y mi padre me zurraba con la correa. Recuerdo un silencio denso y espantoso.
El Cabo fue pasando la punta del frío revolver por mi cabeza y mi mejilla
izquierda, luego descendió por el cuello, hasta llegar a mi agitado pecho.
Entonces de un empujón me arrojó al suelo. Caí de lado y antes de que pudiera
reaccionar ya lo tenía pegado sobre mi espalda. Pegué un alarido con la
esperanza de que alguien me oyera, pero aquello, lejos de ayudarme, fue peor.
Cuanto más le lloraba y suplicaba, más se excitaba. De pronto sentí que el aire
me faltaba y desde el fondo de mis entrañas un rojo, un morado, un negro abismo
se abrió ante mis ojos.
El Cabo acercó su cara babosa a la mía, el
revolver lo tenía pegado a mi costado derecho.
-¿No sientes cómo te sube la adrenalina? ¿No
tienes el corazón alterado, las venas a punto de estallar? ¡Es el espasmo del
placer, chico! ¡Este es tu gran día, en el que te voy a hacer un hombre
hecho y derecho! -gritó, y pasó su
lengua blanda por mi oreja.
Apreté los puños, me revolví y, Dios sabe cómo,
le propiné un rodillazo en la entrepierna y el Cabo se retorció de dolor.
-¡Cabrón! -grité, y todo rabioso le pateé hasta
que me agoté. Su cuerpo quedó inerte, mudo y pesado en el suelo como un gran
saco de patatas.
Volvió entonces el silencio, aterrador y
pesado. Le pegué una patada al revólver, que estaba en el suelo junto al Cabo,
y luego me puse encima de él y lo
zarandeé con rabia, con ira y desprecio, hasta que comprobé que estaba
inconsciente. Entonces caí a su
lado y el aire nuevamente se congestionó en mis pulmones, no queriendo salir.
Todo se volvió rojo, morado, la habitación daba vueltas y más vueltas… Y ya no
recuerdo más, sólo que llegó la policía alertada por la dueña de la pensión.
En su declaración, la señora dijo que se asustó mucho al oír gritos y
golpes en la habitación de un anciano que jamás había dado un ruido, pensó que
le estarían robando.
Me han hecho una revisión médica los de la
ambulancia que vinieron a socorrer al Cabo, pues a éste le ha dado un infarto.
Ahora estoy en la sala de interrogatorios de la policía. El sargento me ha
leído la extensa declaración de la dueña de la pensión y luego ha escrito a
máquina todo cuanto yo le he relatado.
-¿Tiene algo más que decir, Carlos? -me
pregunta el policía.
-No. Eso es todo.
El sargento se levanta, me ofrece un cigarrillo
y yo se lo agradezco. Necesitaba
fumar.
-Carlos, para tu información, la pistola es de
juguete, de ésas que venden en cualquier tienda de todo a un euro, y en el
maletín negro sólo había un montón de revistas pornográficas.
-¿Puedo ir al cuarto de baño? Estoy mareado -le
suplico, levantándome a duras penas.
-Está bien.
Nada más entrar en el baño me miro en un espejo. No me
reconozco. Tengo dos bolsas negras bajo mis ojos violentados llenos de rabia.
Un sarpullido extraño ha invadido mis mejillas. Me tapo la cara con las manos.
-Joder -me digo- ¿Cómo he podido caer tan bajo,
dejándome llevar por el pánico y por un anciano loco?
Ya no deseo la muerte del Cabo, pero sí que se pase lo que le queda de
vida encerrado en un manicomio.
Vuelvo
a mirarme al espejo y pienso que voy a necesitar algo más que unos cuantos
vasos de ron con zumo de naranja para poder conciliar el sueño esta maldita
noche.
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