domingo, 24 de enero de 2021



D. Amancio nunca estudió para maestro, pero en el año 1951 ejerció como tal para mi padre y su grupo de guerrilla antifranquista en los montes de Málaga. D. Amancio antes de la guerra civil había sido secretario en un ayuntamiento, y por eso sabía leer, escribir y de cuentas. Por las noches les relataba historias, que hacía soñar con libertades a mi padre y sus compañeros, envueltos con mantas viejas en el interior de una cueva o bajo un pino grande, sin más luz que la de la luna, porque no podían hacer fuego por las noches por temor a que el humo de la leña quemándose acusara su posición a la Guardia Civil que les perseguía. 

Recuerda muy bien mi padre la primera vez que aquel maestro les mostró una cartilla verde y un lápiz, y les dijo: “Estas dos cosas que os parecen tan simples son armas poderosas que os harán hombres libres”. Ninguno de ellos sabía hacer ni la O ayudados con un canuto, y en su ignorancia lo único que creían ellos que les haría libres, en esos momentos de lucha contra el dominio del fascismo, era luchando contra él con un fusil.  Para mi padre fue un milagro descubrir las letras, los números… que la m con la a era ma y que si las unía podía escribir mamá. De esta manera en tres meses logró escribir a mi madre con una letra desgarbada, redonda y gruesa, su primera carta, que a mi madre le hicieron llenar de orgullo y llorar mucho cuando yo se la leí con mis nueve años.    

Por desgracia esas enseñanzas sólo le duraron un año pues tras una contienda muy dura, a mi padre y a unos cuantos compañeros los detuvieron; otros tuvieron peor suerte y cayeron en el monte, como d. Amancio.  Durante su encarcelamiento, que duró diecinueve años, la lectura de los libros que yo le entregaba en las visitas o le enviaba por correo, fueron según él su salvación para no volverse loco, además de el hecho de poder escribirnos cartas y poder leer las que yo cada semana le escribía. Incluso mi padre hizo de escribiente y lector para otros presos, a los que día a día les fue dando lecciones como hizo en su día con mi padre d. Amancio.

Cuando mi padre salió de la cárcel subimos al monte allí donde él recordaba que habían caído sus compañeros y d. Amancio. Clavamos una pequeña cruz de madera, yo puse un ramito de flores silvestres, y mi padre, con lágrimas en los ojos, dejó una nota escrita en letra redonda, desgarbada  y gruesa, en la que decía: “A d. Amancio, mi mejor maestro, que nos enseñó a ser libres”.