martes, 13 de diciembre de 2011

FOTO CON EL POETA Y PINTOR, RAMÓN FERNÁNDEZ



Foto realizada en el Mayarín, en Frigiliana, con el magnífico poeta, pintor y conferenciante, Ramón Fernández, que además es mi primo y  actualmente reside en Alicante. Entre las muchas cosas le tengo que agradecer es ser mi amigo, mi consejero y haber pintado la portada de mi libro "PALABRAS TRENZADAS".
Ni que decir que soy una admiradora suya de todo cuanto realiza artísticamente.

domingo, 10 de abril de 2011

Entrega de premios, XII Certamen Relatos Cortos, Enrejados



El viernes 8 de Abril, se entregaron los premios del XII Certamen de Relatos Cortos, Enrejados, de la Asociación Cultural, la Aventura de Escribir, de la que soy socia fundadora.
Cuando la secretaria del jurado hizo lectura del acta, el corazón se me subió a la boca, pues nombró mi relato, "Transito", y sí, he ganado el segundo premio, cosa que me hace muy feliz y sobre todo, me anima a seguir en este mundo de la escritura.

Felicito desde aquí al ganador del primer premio, mi cuñado, Plácido Iranzo Acosta, con el relato, "Y Un Día". Plácido, es un gran escritor con dos novelas ya publicadas y que el viernes 18 de Abril, presentará la tercera novela, "Adelina, un cuento sin hada", les recomiendo que asistan a dicho acto de presentación que se realizará, en la Sala Mercado, aquí en Nerja, a las 21 horas.

El tercer premio lo ganó, Gadalupe Raminez, con el relato, "Valla con Dios".






TRANSITO
 

Las cuatro paredes blancas y vacías atrapan la luz de una única ventana con cristal grueso a prueba de golpes, algo que Transito ya ha comprobado en sus carnes o con algún objeto arrojadizo.
Rara vez habla con alguien, excepto con alguna enfermera, o con el médico tan guapo que la interroga cada semana, durante una hora. “Es un cabrón que me sonsaca, pero un cabrón que está buenísimo...”
Nacida en Torremolinos. Apenas conoció a su madre. Esta murió cuando ella tenía siete años. A esa edad tuvo que aprender a sacarse las castañas del fuego ella solita, pues su padre, día sí y día no, volvía borracho a casa. Cuanto cumplió los doce años, el padre comenzó a meterse en su cama. Entonces dejó de ser la niña sonriente, con mejillas sonrosadas que sacaba muy buenas notas y quería ser doctora. Engordó, terminó el colegio, y dejó de salir a la calle. Sus días eran una sucesión de horas aniquiladas a base de comerse todo lo que tenía a mano, hasta que las arcadas la impedían continuar. Pedía todo lo que necesitaba o se le antojaba por teléfono e internet. Las pocas ocasiones que el padre la sacó de casa fueron después de abortar dos veces en su propia cama, otra para sacarse el carnet de identidad, y ésta última...
Recuerda que todo sucedió un martes de tantos anodinos de su desabrida vida. Estaba en su diminuta cocina con olor a coliflor recocida, esperando que el microondas terminase de descongelar una pizza. Tenía el cuerpo de su padre aplastado contra ella. La empujó y la obligó a tumbarse sobre la mesa de la cocina bocarriba. A los quince años ya sabía bien lo que le esperaba, y además había aprendido que lo mejor era dejarle hacer. La resistencia acabó a los doce años y medio, cuando comprendió que de nada servía ni gritar, ni patalear, ni intentar cerrar las piernas… Mientras su padre le levantaba la falda y le arrancaba de un tirón las bragas, miraba como la pizza daba vueltas en el microondas; duró su padre lo que la pizza en hacerse. Cuando la dejó sola en la cocina, tenía la amargura pegada al paladar como un moco espeso, el desprecio hacia ella misma resbalando en cascada por sus mejillas, y la tremenda culpa de provocar en su padre tan bajos instintos... Aquel día no sabe cómo ni de dónde, y nunca llegará su mente a reconocerlo, agarró lo primero que encontró a mano. Un destornillador que su padre había dejado sobre la encimera. Salió como una autómata de la cocina con el destornillador empuñado con tal fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos, ya no sentía dolor, ya no sentía el aire entrar por su cuerpo a una velocidad descontrolada, ni las palpitaciones de su corazón, ni el riego sanguíneo que se infartó, como los minutos y segundos de un reloj agotado por los años. Se detuvo frente a su padre que estaba tranquilamente sentado en su sofá, viendo las noticias y le gritó: “¡Mátame!” y le mostró el destornillador, con el puño apretado, el brazo en tensión dibujando un ángulo recto. “¡Haz algo bueno por mí una vez en tu puta vida!” y le arrojó el destornillador con los ojos enrojecidos y desorbitados. “¡Mátame! Utiliza tus cojones para algo útil. Así dejaré de ser una tentación para ti, una provocación que te obliga a hacer lo que me haces, dejaré de ser la putita en que me he convertido…”
Lo demás ocurrió en cuestión de segundos…
Transito en el centro psiquiátrico se levanta con el timbre que anuncia el nuevo día. Se asea junto con las otras internas, y al mirarse en el gran espejo de los baños, ve a una desconocida que nunca llegó a ser niña con unas violentas ojeras, los labios fruncidos y despellejados, piel amarillenta y reseca más abajo del escote, allí donde habita una grieta, una fea cicatriz de un agujero que no fue lo suficientemente profundo como para cortar de raíz su asquerosa vida. “Ni matarme; ni eso fuiste capaz de hacer bien…”
Tras el desayuno comunal, asiste a algún tipo de clases o taller, luego ve la televisión, pasea por las salas de recreo o por el jardín sin interés ninguno, hasta que llega la hora del almuerzo. Después todo cambia, sobre todo desde que hace seis meses ellos aparecieron en su vida...
Era la hora de la siesta y aquel día no fue a descansar. Así que decidió vagabundear entre las salas de recreo, y aunque ya había pasado por allí ciento de veces, nunca se había detenido a mirar por la ventana, total, nada de fuera le interesaba.
El primero que descubrió Transito es un anciano largo, flaco y desgarbado, con una cabeza calva diminuta para unas orejas demasiado grandes. Viste una siempre eterna bata negra de la que sobresale el cuello blanco de una camisa desgastada. Transito, aquella tarde se pegó al cristal de la ventana para certificar que sus ojos no le engañaban, pero como no lograba distinguir bien al anciano, pidió que le dejaran unos prismáticos, cosa que le fue rechazada, por supuesto, aunque ella no paró de insistir; cosa que le costó varios encierros en la sala acolchada, hasta que una de las enfermeras se apiadó de la joven, y le trajo una tarde unos anteojos de plástico que su nieto había desechado hacía varios años.
Este anciano que ella bautizó con el apodo de “Maestro”, se pasa los días enteros al cuidado de seis muñecos. Todos con pantalones de peto gris y camisa blanca. Son del tamaño de un crío de dos años, de piel oscura, pelo negro y rizado. Los tiene sentados en unas sillitas rojas de madera, y les imparte lecciones durante la mañana y la tarde. Al medio día les pone baberos y seguidamente con todo el amor y paciencia del mundo, los alimenta con una papilla espesa que el mismo hace, y luego termina por comerse. Por las noches, les baña, les pone sus pijamas celestes, vuelve a darles la papilla, y los acuesta en dos camas. El se sienta en una butaca en medio de ambas, donde les lee un cuento, hasta que él mismo cae rendido en la butaca, donde amanece.
“Ojalá mi padre hubiese tenido la misma atención conmigo”, piensa cada vez que lo observa atendiendo a los muñecos.
A “Palillos” lo encontró un lunes. Es un hombre de pelo enmarañado, entre cano, con barba de varios meses sin recortar. Tiene una única ilusión y fijación en su vida, y es construir torres con palillos de dientes. Una vez que las tiene terminadas, las admira y acto seguido, les arrea golpes con los puños cerrados llenos de rabia, y a los pocos segundos ya no queda nada de lo que tardó en hacer varios días. Después de la destrucción pasa el hombre a un estado latente, se sienta en una butaca y se columpia en ella; de cuando en cuando, se detiene, se tira de los cabellos y se guantea la cara. Tras ese pase de violencia ocurre otro de aperreo continuo, en el cual mantiene un monólogo y gesticula con todo el cuerpo, hace continuos cortes de mangas y otros tipos de juegos de dedos y muñecas que cualquiera interpretaría como obscenos.
Hoy es domingo. Transito, en su rincón observa con sus prismáticos. Esta vez está viendo a “Alfombrilla”; una mujer de unos cincuenta años que un día fue rubia, pero ahora tiene el pelo de un color entre gris, amarillo añejo y marrón. No se lo lava y corta desde hace quince años; los que lleva encerrada en su piso desde que murió su único vínculo con el mundo, su madre. Las visitas que recibe son de los repartidores que le traen todo lo que ella lee y se le antoja de la guía de teléfonos. En los pasillos se acumulan filas y filas de cartones, bandejas de aluminio, plásticos, libros, revistas, ropa sucia e innumerables bolsas llenas de basuras; todas perfectamente alineadas y colocadas. Nada tira y nada reutiliza. Hace tres meses murió su gato, uno negro con motitas blancas. Era su única compañía; a quien hablaba, reía, lloraba y derrochaba su amor. Tras dos días de duelo, llamó a un taxidermista para que le disecara la piel del felino. Ahora, frente al televisor apagado, y sentada en su butaca, se pasa las horas acariciando la piel disecada del animal, con una amor y una ternura, que conmovería hasta las piedras.
Transito, está tan distraída viendo a “Alfombrilla”, que no ha advertido la presencia a su lado de una joven interna. Es gorda y bajita como Transito, pero tiene la cabeza diminuta rapada al cero y una larga cicatriz atravesándole parte del cráneo.
―¿Qué miras, Transito?
―Lo que a ti no te importa, Patro.
―¿Me dejas tus prismáticos?
―No me da la gana.
Y Patro se lanza a coger los prismáticos, los aferra con la mano derecha. Ambas forcejean y se golpean, gruñen, se revuelven, pero es tal la fuerza de la gordita calva que finalmente se los arrebata.
―Estarás contenta, Patro. Le has roto la correa.
―Ha sido culpa tuya, por no querer dejármelos.
Patro, se sienta en la silla donde antes estaba Transito y, con una sonrisa triunfante, comienza a mirar por los prismáticos. Toquetea una ruedecita que tiene en el centro, da la vuelta al juguete, los repasa por todos lados y vuelve a mirar por ellos. A los pocos minutos se remueve en la silla inquieta, luego menea la cabeza como afirmando, después inicia un movimiento del tronco hacia atrás y hacia adelante como una autómata. Finalmente suelta los prismáticos, mira a Transito y le dice:
―Tía, ¡Acojonan los de ahí fuera!
―¿Verdad qué sí? Pues ya me estás devolviendo los prismáticos.
A un lado de ambas está la enfermera que se apiadó de Transito y le regaló los prismáticos de su nieto. La viene observando desde hace seis meses. Justo el tiempo que lleva la joven mirando día a día por la ventana con el juguete. Y por más que mira al frente la enfermera, no ve más que el muro del centro psiquiátrico de ladrillos anaranjados, donde algunos ingresados han pintado cuatro churretes blancos y negros; garabatos que si se estruja mucho la cabeza le recuerdan a los que hacía su nieto cuando tenía dos años.
Transito, mira a la enfermera con el rabillo del ojo. Sabe que la vigila; incluido el psiquiatra tan guapo, al que ya tiene en el bote, sobre todo tras contarle en cada sesión, con pelos y señales, la vida del Maestro, Palillos y Alfombrilla. Transito, no llega a comprender, cómo la enfermera o el psiquiatra, no se dignan a mirar por los prismáticos para comprobar que es cierto lo que ella ve. Es más, si solo se limitaran a elevar la cabeza, verían a esas personas donde están; en el edificio situado a escasos metros pegado al muro del centro.
Aunque, Transito, en realidad prefiere que en el centro sigan en la ignorancia de esas personas; que la espíen, que piensen que tiene alucinaciones o que está loca de remate. Le interesa sobre todo no volver a la calle, a su diminuto piso de un barrio obrero lleno de basuras y perros abandonados, y mucho menos a la casa de su padre, ese mal nacido, que ojalá se pudra o se muera en la cárcel.