miércoles, 24 de febrero de 2010

EL TÉ





EL TÉ
Lucía Muñoz.

Eran las seis y media. Habían quedado para tomar té. Ella se presentó toda nerviosa. Era su primera cita con aquel hombre que tanto había deseado. Se había pasado toda la mañana con las tripas revueltas, con un calor en el bajo vientre cada vez que lo recordaba, cada vez que imaginaba cosas, cosas de él. Su cuerpo de hombre fuerte, esos brazos musculosos estrechado su cintura, sus manos grandes acariciando su nuca, sus labios carnosos besando los suyos…
Frente al espejo se probó todo el armario entero. Finalmente escogió un vestido de gasa azul que le estilizaba el cuerpo, se le ajustaba a la cintura y le resaltaba los pechos.
El, la estaba esperando en una mesa un poco apartada de la barra. “Una esquinita perfecta”, pensó ella, “Para entablar una conversación sin ser ni muy oídos ni muy vistos. No quería que al día siguiente fuera el corre ve y dile del pueblo”.
Ella, viuda desde hacía cinco años, no había probado hombre desde entonces. Ni se había atrevido a mirar a alguno más de dos segundos a la cara, ni dar dos besos ni ninguna muestra de emoción ni cariño ni nada delante de las fulanas esas de sus vecinas.
Pero él había entrado en su vida como un remolino, torbellino y ola gigante… y claro está, un enchochamiento así no se podía retener, no se podía acallar, no, no señor. Ella luchó contra aquellos impulsos, sentimientos y fantasías que le venían por las noches a solas en aquel colchón demasiado grande, demasiado frío…
El, la quiso recibir dándole un beso en la mejilla, pero ella lo rechazó y se sentó sin darle a él oportunidad alguna de muestra de cariño. Pidieron dos tés.
Hasta que la camarera no les puso las teteras, los vasos y el azucarero, no se atrevió a hablarle.
-No lo vuelvas a hacer.
-¿El qué?- preguntó él confundido por la pregunta.
-Intentar besarme en público.
El como respuesta emitió un suspiro. Meneó la cucharilla en la taza y el humo subió hasta sus ojos, y sin pretenderlo derramó una lágrima y ella, en un impulso inesperado, pasó su dedo índice por su mejilla y recogió la lágrima.
En ese instante, ella le fijó la mirada, él se la retuvo y le clavó intensamente la suya.
Fue de sopetón, un beso en los labios con alevosía y sin arrepentimiento.
En otra ocasión ella le habría abofeteado, pero se abstuvo de hacerlo, porque le había gustado, le había hecho subir a las nubes, le había hecho sentir mariposas en la barriga y un calambre intenso que recorrió toda su columna vertebral.
-¿No tomas más té?- le preguntó ella, para disimular su turbación.
-No. Prefiero beberte a ti toda enterita.
Se sintió turbada, deseada, angustiada… ¡Hacía tanto tiempo que su corazón no palpitaba así!
El pidió la cuenta. Ella quiso pagar su té. El se negó en redondo.
Fuensanta salió primero. El la seguía a corta distancia.
En la esquina ella se detuvo. El se puso a su altura.
-No quiero volver a verte- le espetó ella.
-¿Tan mal lo he hecho?
-No. Y eso es lo malo.
-¿Entonces?
Ella no respondió. Cruzó la calle. El, la vio alejarse e introducirse en el portal del edificio. Encendió un cigarrillo, e impaciente esperó a que hubiese luz en la ventana. Entonces cruzó la calle. Subió los escalones de dos en dos hasta la segunda planta. La puerta estaba abierta. El, sigiloso como una serpiente se introdujo en la estancia, y cerró la puerta, de la que no salió hasta las seis de la mañana del día siguiente, según comentó la vecina de enfrente en la tienda, pues con la mirilla lo había captado todo, hasta el morreo que se dieron al despedirse.