sábado, 13 de marzo de 2010

CUADERNO LITERARIO






PROLOGO
Recuerdo tus primeros balbuceos y sonrisas. Tus primeros pasos vacilantes cogida de mis manos. Tus primeras frases completas...! Tantos recuerdos en aquella casona vieja, en aquél patio con olor a jazmines y en aquél huerto!. Te ví cómo crecías y como imitabas los quehaceres de los mayores. Y recuerdo que tu entretenimiento mejor era coger un lápiz y papel (yo te los daba), y junto a mí, muchas, muchísimas veces, te pasabas largos ratos, entretenida garabateando, dibujando, imitando y copiando a duras penas las vocales que yo, te ponía como «muestra»... ¡Cuánto tiempo, ya!. ¿Verdad?.

Y ahora, fíjate, niña Lucy, vas y me pides que haga el prólogo de tus escritos, para tu primer librito de relatos cortos. Y yo, llena de satisfacción, voy y acepto. ¿Cómo podría negarme después de ser algo culpable de ésa afición tuya por escribir?. Y aquí me tienes, prendida en los recuerdos, en las vivencias, en los afectos... ¡Tantas cosas!.

Había algo muy especial en ti que me encantaba alimentar: Tu imaginación. Cuando te contaba cuentos, te narraba historias, te prendías en ellos y soñabas, te era fácil entrar en la trama y vivirla casi, te transportabas... Y ahí empezaba el martirio interminable de las preguntas, de los «porques» de ésto y aquello. Tu curiosidad era infinita, y mi paciencia finita a veces... No te cansabas. Y ahora me alegro. Aquella imaginación, aquella curiosidad, aquella afición-vocación por la escritura, por la lectura, siguió y ha aumentado, hasta el punto de afirmarse y asentarse en ti como parte de tu propia naturaleza. ¡No sabes cómo me satisface ser en parte «culpable» de despertar y alimentar ésa faceta tuya!.

He leído tus relatos. He encontrado en ellos dinamismo, frescura, realidad cotidiana. Me he reído con tu humor ácido-tierno. He sentido la soledad del amor perdido, y el anhelo del vuelo eterno... Son tres relatos muy diferentes entre sí, lo que ya dá a entender el sutil juego de tú imaginación. !Sabes «bailar el agua» de la fantasía!.

Escribir es gestar. Gestar hijos mentales. Publicar lo escrito, es parir esos hijos. Darlos a conocer, compartirlos con los demás, es la meta a que aspira toda persona que escribe. Y toda aquella persona que escribe, publique ó no, merece respeto por su decisión de hacerlo, por su esfuerzo, por los muy diversos sentimientos y emociones que en lo escrito vuelca, por obedecer a un don que late en su corazón y llena su alma. Por eso, doblemente te felicito, porque no has cejado en tu empeño, por no rendirte, y por abrir ése manantial de comunicación especial a los demás, por publicar, por hacernos partícipes de una hermosa parte de ti.

No voy a hacer sinopsis alguna de tus relatos. ¡Hay que leerlos!. Y que cada quien disfrute de la mejor forma que le vaya. Yo he tenido el privilegio de disfrutarlos con antelación, pues me los has dejado leer ya.

No dejes, niña Lucy, de persistir, con voluntad, y llegarás a tu mejor exposición. Ni olvides que los obstáculos son la salsa de los triunfos. Y desea con fuerza y de corazón pues lo que así se desea, termina por llegar. Como dice un proverbio árabe: «Con paciencia, incluso el desierto da frutos». Has comenzado a caminar en un sendero duro, pero los paisajes, las vistas y los horizontes son maravillosos. Dale rienda suelta a tu imaginación, a tus sueños, a tus ilusiones... Y recuerda, porque recordar es vivir doblemente.

Deseo para ti, lo mejor. Pero eso tú, ya lo sabes...

Mª Isabel Jurado Marquez.

18-4-2001








AHORA QUÉ PASA, ¿EH?



Ahora qué pasa, ¿eh?
Estábamos la Celia, el Salva, Raúl y yo en la puerta del Ciber-café, maquinando qué íbamos a hacer esa noche de sábado. No teníamos en los bolsillos más de quinientas pesetas, la máquina de Internet nos había sangrado mil a cada uno.

-Ahora qué pasa, ¿eh?- dijo el Raúl lanzando un escupitajo al suelo.

El Salva se comía las uñas y la Celia se estrujaba el cerebro chupándose las puntas de sus trenzas negras igualitas a las que yo llevaba esa noche.

-¡Ya está!- dijo el Salva- podríamos ver el video que alquilaste esta tarde, Raúl.

-¡Olvídalo, tío!, en mi casa no podemos.Estarán mis padres.

-Pues vamos a la de mi abuelo. A él le van esas películas picantonas.

-¡Mola tu abuelo, tío!- dijo el Raúl.

Fuimos en las motos para allá. El Raúl y el Salva llevaban sudaderas verdes, gorras negras y pantalones de petos anchos, nosotras pantalones grises de licra, camisetas de talla infantil negras con letras blancas en el pecho y piercing en las orejas, cejas y ombligo.

-¡Abuelo!, abre que soy el Salva- dijo aporreando la puerta.

-¡Ya voy!, ¡ya voy!

El abuelo tanteó unos cuantos cerrojos y luego abrió la puerta. Nos recibió con los ojos pegados por el sueño y un batín azul roído que dejaba ver las escasas carnes de su cuerpo.

-¡Caramba, si vienes con todos tus amigos, hijo!- exclamó el viejo tan sorprendido de vernos, que comenzó a ajustarse nervioso el cinturón del batín.

Entramos a una pequeña sala, y toda ella emanaba un olor penetrante a añejo y naftalina, que me revolvió las tripas. Estámos a oscuras excepto por el blanco de la luz del televisor que se reflejaba en las paredes, lo que le daba un aspecto terrorífico a las numerosas figuras de santos colgadas por toda la habitación.

-Abuelo hemos traído una película de ésas que te gustan tanto- dijo el Salva mostrándole la cinta.

El abuelo echó una ojeada nerviosa a su reloj, luego a nosotros, y finalmente anunció que le habíamos despertado y que era muy tarde.

-Pero abuelo, si es una peli muy picante- insistía el Salva.

-¡Ya la veré mañana!- contestó enfadado y se dirigió a su dormitorio.

El Salva nos indicó que nos sentáramos en el sofá y luego siguió a su abuelo. Tras unos minutos, para nuestra sorpresa, apareció con él cogido del brazo. Lo sentó en su sillón frente al televisor, le hizo unos mismos y lo arropó. La verdad, yo no comprendía la insistencia del Salva para que se quedara su abuelo.

Nos sentamos pegaditos en el reducido sofá. El video era un documental sobre como hacer sexo en treinta y cinco posturas diferentes. Miré de reojo al abuelo del Salva, y aunque al principio me pareció contrariado por nuestra presencia, pronto inclinó su flacucho cuerpo hacia la pantalla del televisor para no perder detalle, de vez en cuando abría la boca, emitía unos sonidos guturales y se masajeaba las manos con gusto.

Desde mi posición a un metro del abuelo del Salva, me sentía cada vez más incómoda, pues el intenso olor a rancio y naftalina, parecía estar concentrado entre el sofá y el batín del viejo. La Celia en cambio se veía que disfrutaba, y en mitad de la película se enganchó al Raúl, según ella, a los tíos hay que meterles mano para que se enteren de que les gustas. En el fondo me daban envidia, para qué lo voy a negar. Yo estaba sentada junto al Salva y el Salva está bueno, un taco de bueno, tiene el pelo negro y rizado hasta los hombros, ojos verdes y unos labios gruesos para besar a gusto; pero cuando una conoce a un tío desde que se chupa el dedo, te termina por dar ganas de echar la pota al acordarte de como el Salva se hace una bolilla con los mocos y los tira al techo de su dormitorio.

Pasaron varios minutos que se me hicieron eternos, entonces observé que el abuelo del Salva hincaba la cabeza y al instante comenzó a roncar como una motosierra.

-Tío, tu abuelo se ha quedado dormido- dije.

Salva entonces se acercó a su abuelo, y movió las manos delante de él, pensé que lo hacía de broma, pero no, ante mi estupor, comprendí los motivos del Salva para que se quedara su abuelo: metió mano a su batín y sacó la cartera del viejo.

-¡Menudo fastidio!, aquí solo hay mil pesetas y algunos duros.

-Pues yo no me voy de aquí sin llevarme algo más- soltó el Raúl, y se puso a rebuscar entre los cajones del aparador, y finalmente sacó un paquete de Ducados.

-Ahora qué pasa, ¿eh?

Eran las doce de la noche, el Salva, la Celia, el Raúl y yo estábamos sentados en un banco de la estación de autobuses pasándonos un peta y una litrona. Estaba tan colocada, que me reía recordando lo sucedido en la casa del abuelo del Salva.

Raúl tonteaba con la Celia mostrándole su mechero, uno plateado con el camello de Camel en relieve. Lo abrió y comenzó a pasar la llama por la palma de su mano.

-¿A que es guapo mi mechero?- le preguntó el Raúl.

-Sí que lo es- respondió ella.

-¿Te imaginas encendiendo con él la mecha de un cóctel Molotov?

Un pensamiento atravesó mi mente. Reventar algo, una papelera, un autobús, el tío alto y delgado con cara de santón que se puso frente a mí mostrándome un libro muy gordo. Le saqué la lengua, él me clavó sus ojos albinos y sin decir una palabra, abrió el libro y me señaló un dibujo de una chica tumbada en una cama a la que le sangraban las manos y los pies, me fijé en el rostro de ella y pegué un grito de espanto al verme a mí misma.

-Tamara, ¿qué te pasa?- me preguntó el Salva.

-¿Es que no lo has visto?

-¿A quién?- dijo mirando a todos lados.

-A un tío muy alto con un libro en la mano.

-¡Tú alucinas del tripi que te has tomado antes, tía!- el único que ha pasado por aquí es ese pringao- y me señaló a un borracho que iba paseando con un amigo invisible, al que por lo visto le tenía mucho que decir.

Me levanté del banco zumbada. Caminé hacia la moto de la Celia y

me senté en ella. Encendí un cigarrillo y tras varias caladas me fijé en el borracho del amigo invisible, estaba junto a la rueda de uno de los autobuses aparcados. Seguía hablando solo, y de la boca le colgaba un largo hilillo de babas. Metió mano a la bragueta y empezó a rebuscar en el interior. Finalmente sacó un pajarito lánguido tan mal adiestrado, que se meó encima. No pude contenerme y solté una carcajada. El borracho me miró y cuando al fin reparé en su rostro, un escalofrío (mezcla de repugnancia y vergüenza) recorrió mi columna, aquel borracho baboso, era mi padre. Pensé que sería otra alucinación por el tripi, pero no, esta vez aquello era tan real que dolía.

-Ahora qué pasa, ¿eh?

El Salva, la Celia, Raúl y yo, a las dos de la mañana en la puerta del Antrax, uno de tantos de esos pubs reducidos, oscuros, de suelo lleno de cristales rotos y bebidas derramadas y un taco de decibelios. En la puerta hay un cartel que dice: «Prohibida la entrada y la venta de bebidas alcohólicas a menores de dieciséis años», pero nosotros entramos y nos pedimos unos chupitos de Cerebros que, junto con los petas, las cervezas y el tripi, me hicieron ver un campo de amapolas entre mi cintura y mis pies, mientras las luces de neón me estallaban en la cara. Era lo que necesitaba en aquellos momentos, dejarme llevar por el campo de amapolas, con la vaga esperanza de olvidar que aquel borracho que había dejado meando en el autobús, era mi padre.

Me pegué a la barra. Todavía no estaba a tope. En un extremo junto a los cuartos baños una pareja se comía a besos, y en el otro junto al ventanal, El Chino esperaba a su clientela de explosivos hojeando un cómic. En la pista de baile había un grupo de una despedida de soltero jaleando como cincuenta, y en el fondo del pub unas cuantas tías se exponían sentadas en taburetes fumando y moviendo la cintura al son de la música de salsa.

-Yo me voy a bailar- dijo la Celia.

-Pues yo me quedo aquí, me repatea esta música salsera- le contesté.

Como me había quedado sola en la barra y no tenía otra cosa que hacer, me recreé la vista con el camarero, un morenazo de casi dos metros, con unos brazos y unas manos de esas que ya me gustaría a mí que me apretaran más abajo de la cadera. Le dije que me sirviera otro chupito, él se me acercó y agachando su cuerpazo hasta ponerse a la altura de mis ojos me dijo:

-Lo siento nena, pero no quiero tener problemas con el jefe, ¿tú ya me entiendes, no?

-¡Hay que joderse!, tener tan sólo quince años y sin un duro que rascar en el bolsillo- me dije y del cabreo me arrimé al ventanal.

El Chino había dejado de hojear el cómic y estaba mordiéndose las uñas. Me miró de arriba a bajo, luego se detuvo en mis tetas y con el dedo índice tembloroso señaló las letras impresas en mi camiseta y leyó:

-Funny Jeans. ¿Y eso qué significa, tía?

-Que me invites a un güisqui- le contesté.

-¡Qué putita eres!- me dijo acariciándome el culo y acto seguido pidió al camarero un güisqui para mí y otro para él.

Me bebí el güisqui de un golpe y de pronto me entró una flojera de muy señor mío. Como dice mi hermana mayor, estaba atravesando esa hora tonta que como no te metas un explosivo en el cuerpo te puedes dormir en lo alto de un taburete. Iba a pedirle algo de mercancía al Chino, pero de pronto de la penumbra del pub apareció la Celia.

-¡Tamara!, ¿se puede saber qué haces aquí aparcada como una gilipollas?- me gritó Celia y de un tirón me arrastró hacia la pista.

Quería bailar, de veras que quería bailar, pero las piernas me pesaban y el estómago me hacía remolinos, intentaba mantener la cabeza erguida, no caer y dar la nota delante de los de la despedida de soltero.

-¡Joder, Tamara!, ¡pareces un saco de patatas!- me dijo la Celia y de un golpe me arrancó de la pista dando empujones a los de la despedida, que seguramente sintieron mucho vernos marchar.

Me llevó hasta el cuarto de baño. Dentro había una rubia pintándose una raya negra en el ojo frente al espejo.

-¡Largo de aquí!- gritó la Celia y la rubia pegó un respingo, y salió zumbando.

Celia abrió la puerta de la reducida cabina del baño y bajando la taza del water me obligó a sentarme en ella. Sacó una bolsita con polvo blanco del bolsillo de su pantalón, luego rebuscó en su mochila, sacó el carnet y una pajita, depositó el polvo blanco sobre su mochila y con el carnet hizo dos montoncitos, y luego dos rayitas perfectamente alineadas.

-¡Tú primero!- me dijo y puso la pajita en mi nariz.

Cuando la coca entra en tu garganta, te deja un regusto amargo acompañado de un picor en la nariz que me hizo estornudar. Sentí un remolino subir por mi estómago. Bajé la cabeza, y vomité sobre los preciosos zapatos de tanque negros de mi muy querida Celia, que sin el menor de los reparos ni delicadeza me arrastró de mis trenzas hacia el lavabo y me obligó a meter la cabeza bajo el grifo.

-¡Eres una bruta, tía!- le grité.

-Y tú una idiota que no sabe beber.

Volvimos a la pista de baile, en cuestión de minutos se había puesto a tope. El griterío era impresionante, en estos baretos lo mejor es bailar y no hablar pues te puedes romper las amígdalas que nadie te oirá. La Celia y yo bailábamos a gusto, pues el de la cabina se estaba enrollando a base de Estopa y Máquina, cerré los ojos y entre mi cintura y mis pies de nuevo apareció el campo de amapolas, iba por él danzando, gritando, saltando como una loca de contenta, entonces apareció la sombra alargada de aquel maníaco, con mi cuerpo muerto sangrando en la página de su libro, quería correr por el campo de amapolas, sentía su aliento fétido en mi cuello, su mano enorme y sudorosa rozando mi espalda, me agarró por la cintura y experimenté lo que una cigala cuando es atrapada por un pulpo, solté un grito, abrí los ojos y me encontré con el Salva que me había puesto sus diez tentáculos en la cintura.

-¡Deja de sobarme, tío!

-¡Joder Tamara, contigo no hay quien pueda!- se quejó el Salva y salió de la pista dando empujones a todo el mundo.

Cuando me repuse del sobresalto seguí bailando. La Celia y yo conectamos a tope, los mismos movimientos de brazos, caderas y muslos, éramos dos serpientes enroscadas en mitad de un campo de amapolas y un montón de moscones que revoloteaban a nuestro alrededor. Alguno me propinó un codazo en la espalda, me volví dispuesta a dar un sopapo, pero cuál no fue mi sorpresa al encontrarme con un bombón envuelto en una camisa negra abierta hasta medio pecho, que mostraba para el deleite de mis ojos unos pectorales de ensueño. Pelo rubio, ojos azules, intensamente azules que se fijaron en los míos. Me dejé mirar, a posta coqueteaba con él, me contoneaba y contorsionaba al ritmo de la música, cada cual que se ponga la mano donde más le pique, pero en el fondo somos todos unos mirones, unos jodidos mirones.

-¿Se puede saber qué hacen dos tías tan buenas como vosotras bailando solas?- preguntó el tío.

-Esperando que nos llueva un hombre- le contesté.

El tío dibujó una sonrisa y se presentó:

-Me llamo Carlos.

-Pues yo soy Tamara y ésta es Celia- y nos dimos dos besos.

El tío bailaba de maravilla, y si hay algo que me ponga a cien, es un tío que se mueve bien en una pista de baile. El corazón se me disparó. Deseé paladearlo, morderlo, desmenuzarlo, revolcarme con él por el campo de amapolas, pero la Celia se me adelantó y se enganchó a Carlos.

Me quedé mirando boquiabierta, «¡tendrá cara la tía!», pensé y si llego a tener en aquellos momentos una metralleta se la hubiese descargado enterita a la Celia. Me iba largar de allí asqueada y cabreada, pero el Carlos se desenganchó de la Celia y nos preguntó:

- ¿Qué tomáis?

- Unos güisquis- respondió la Celia.

Cuando el Carlos se alejó de nosotras cogí a la Celia del brazo y se lo retorcí.

- ¡Tamara, qué me haces daño!

- !Pues te aguantas so ninfómana!- le grité.

- ¡Anoréxica!

- ¡Calienta braguetas!

Era la primera vez que nos peleábamos así por un tío. La Celia de pronto me abrazó y dijo:

-Tamara no seas tonta, nosotras a seguir el rollo del tío y él mientras que nos pague los güisquis.

-Ya. Pero no sé cómo te las apañas, bonita, que siempre eres tú la que moja.

Carlos llegó con las bebidas y seguimos bailando hasta que el aire caliente del pub comenzó a agobiarme.

- Yo me largo fuera, tía- le dije a la Celia.

- Tú veras- me contestó y la dejé bailando con el Carlos.

La plaza estaba a tope de gente que formaba grupitos en las terrazas de los otros pubs. El Salva y el Raúl estaban sentados sobre las motos y charlaban con el Chino, pensé que estarían comprando algún explosivo para animar la noche y no quise interrumpir el trato. Me senté en el escalón de mármol de un edificio lleno de vasos con bebidas a medio acabar. Al rato vi como el Carlos salía del Antrax acompañado de la Celia, me puse de pie y les hice una señal para que se acercaran.

- ¿Y Celia?- pregunté al ver que el Carlos llegaba solo.

- Está allí con esos tres- me respondió señalando hacia donde estaban el Raúl, Salva y el Chino que ahora charlaba también con la Celia.

Entonces lo supe: Era mi momento, y debía aprovechar la oportunidad como fuera, así que me acerqué al tal Carlos y mostrándole la más dulce y sensual de mis sonrisas le pregunté:

-Oye Carlos, ¿a qué no sabes donde tengo un tatuaje?

Carlos sonrió, me repasó de arriba a bajo, y dijo:

-Seguro que lo tienes en una teta- y millones de hormigas recorrieron mi estómago.

Carlos entonces apretó su cuerpo al mío, estaba sudado, envuelto en un olor a felino en celo que disparó aún mas mi deseo hacia él. Sexo. Eso pensé, en sexo, en el video porno que había visto antes, y en las treinta y cinco posturas que me dejaría hacer con él, en el campo de amapolas. El tío no perdía el tiempo porque mientras con una mano me sujetaba con la otra comenzó a recorrer mis muslos, mis caderas, el contorno de mis pechos. Sentía su lengua caliente recorrer por mi largo cuello y como fue subiendo hasta mi cara. Estaba yo fuera de mí, esperando que llegara ese volcán de lengua a mis labios, cuando él se separó bruscamente de mí. Al pobre no le dio tiempo a reaccionar para esquivar el puñetazo que el Salva le propinó en el estómago y luego en la cara. Cayó sentado sobre el escalón del edificio medio inconsciente, yo me sentía enterrada en el campo de amapolas incapaz de entender el motivo por el cual el Salva le estaba dando aquella paliza a Carlos. Todo lo veía a cámara lenta, la gente que se agolpó a nuestro alrededor, los dos tíos que agarraron al Salva por debajo de los hombros e intentaban sujetarlo a duras penas, porque estaba como una fiera y se resistía dando codazos y gritando enloquecido.

Alguien había llamado a la pasma, pues el sonido de unas sirenas cada vez eran más cercanas, lo que hizo que los curiosos se dispersaran en cuestión de segundos entre los pubs de la plaza.

- Tamara tía, no debes quedarte aquí- me dijo la Celia.

- ¿Qué?- respondí aturdida.

- Que será mejor que nos larguemos, porque como sea la pasma la que viene zumbando nos acribillará a preguntas.

Me quedé mirando al Carlos, aún seguía alelado y goteaba un poco de sangre por la nariz. Pensé, «¿me largo y lo dejo solo con el marrón?, ¿me siento a su lado y lo consuelo?». Estaba hecha un mar de confusión cuando la Celia me agarró del brazo y de un tirón me alejó de él.

-Tranquila tía- dijo la Celia-. No se morirá de esto.

Subimos a las motos y salimos a todo gas de la Plaza junto al Raúl y el Salva con el sonido de las sirenas persiguiéndonos.

Llegamos hasta un pequeño parque y nos subimos a unos columpios. Durante largo rato ninguno dijo nada, el balanceo del columpio y el aire fresco de la madrugada fue difuminando los pensamientos del mal rato pasado. Dirigí la mirada hacia el Salva como buscando en él una respuesta a lo sucedido. Se estaba metiendo la mano en el bolsillo del pantalón, sacó un paquete de chicles y nos ofreció uno con el mismo careto del que jamás ha roto un plato en su vida.

- Salva, ¿se puede saber qué te ha entrao, tío?- pregunté al fin.

- Nada- contestó masticando chicle.

- ¿Nada?- dije- Y la paliza que le has dado a ése, ¿qué?

- Una apuesta tía, todo ha sido una apuesta, ¿lo entiendes?

- ¡Qué coño dices!- le grité.

- Lo que has oído. Estos tres apostamos con el Chino unos tripis a que si le daba una tunda al tío, tú le dejarías allí sin consolarlo.

Sentí tal puñalada trapera clavarse por mi espalda, que en aquellos instantes les hubiese arrancado los ojos.

-¡Estáis locos!, ¡los tres!- grité bajando del columpio.

-Vale. Vale... Lo siento, Tamara- dijo Salva poniéndose a mi lado- reconozco que nos hemos pasado... Anda, dame un abrazo.

Me atrajo hacia sí, y antes de que yo pudiera reaccionar, dijo:

-Tía. No veas el acojone que he pasado todo el rato. Pero a esos dos no se lo digas... ¿Me perdonas?

¿Qué podía hacer? Me abracé a él. Al fin y al cabo, Salva es mi amigo, mi colega, y el tal Carlos no era más que un posible polvo en una noche de sábado, y de esos hay muchos.





CONFESIONES DE UNA FOCA
(en mitad de una tomatera)

Agradecida a Ramón que me presentó a Pamela.

Me llamo Pamela Redondo y hasta el apellido hace honor a mi cuerpo. Acabo de salirme de la carretera que va de Torrox a Vélez. Ha sido por culpa de esta maldita lluvia. Estoy atrapada dentro de mi Ford Fiesta blanco en medio de una tomatera, pero no me duele nada, deben de ser las tres de la madrugada y no sé cuándo llegaran a rescatarme, si es que pueden porque me parece que ni con una grúa... Peso noventa y pico kilos, mido un metro sesenta y tengo no se cuantos años, bueno y a quién le importa los años que tengo yo...

Mira que ocurrirme este accidente precisamente hoy que por fin me esperaba alguien después de... ¿Cuánto tiempo hace?

Con el esfuerzo que he hecho yo esta tarde. Me puse frente a mi espejo del dormitorio, el del jodido armario y me pasé horas sacando ropa y repitiéndome que no tenía nada que ponerme, todo me caía fatal y recordando las últimas palabrotas de mi modista: «Hija, parece como si la navidad la pusiera a una más hambrienta...». Y yo no me pude callar: «¿Qué me quieres decir, Pepa, qué no tienes ningún traje de mi talla, qué estoy muy gorda?, pues toma...». Ya sé que no me debía de haber enfadado con ella, no tiene la culpa de que yo tenga estas piernas de vaca y este culo de planetas en colisión.

¡Habré probado yo regímenes!. El de la alcachofa como Rociíto, el del melocotón en almíbar de la doctora Roseyó; el de sacarse sangre tres veces al mes, el de las infusiones de Chumary; el del suero de leche, y hasta fuí a un gimnasio... Una enorme sala con grandes ventanales donde más de veinte súbditas maltrataban sus grasientos cuerpos frente al maestro que exponía, tras un enorme espejo, su fibroso, musculoso y perfecto cuerpo a ritmo de bakalao. El muy engreído me saludó con una sonrisa torcida y me dijo: «Ponte al fondo, nena, y no te preocupes si no puedes coger el ritmo el primer día...». ¡Llamarme a mí nena, cuando podría ser su madre! Pasé entre las súbditas que me repasaron entre miradas de desprecio, risitas burlonas y hasta alguna exclamación de lástima pude oír... Una hora duró el martirio de mi cuerpo, las súbditas agotadas se fueron a las duchas, pero yo no fui con ellas, todavía conservo mi pudor de mujer decente...

Nadie como yo sabe lo que es pasar hambre y soñar con comida, con auténticas bacanales y luego despertar con sentimiento de culpa. A veces caigo en la desesperación y me atiborro de chocolatinas que tengo escondidas por todos los rincones de mi casa. Luego lloro como una loca y me odio mientras me meto los dedos y vomito todo en la taza del water... Estoy tan foca que hasta la vida se quiere escapar de mí.

Jamás volveré a entrar a una tienda de Triciclo o como porras se llamen esas boutiques de tortura para las focas como yo. Ustedes no saben la patada que siente una en la autoestima cuando se te acerca la típica niñata anoréxica, con minifalda o pantalón de licra ajustadísimo, acompañado con un mini short, mostrándote dos espetones de tetas y un ombligo en una barriga plana, con piercing incluido, que va y te pregunta: «¿Desea usted algo?». ¡No te fastidia la niñata!, una liposucción, drenaje multicelular y una operación de estómago, porque ¡a ver quien se mete esa ropa de Barbie!

Estoy condenada al traje compuesto de falda recta y blusón, o bien, el vestido tipo premamá color negro, marrón café, verde botella y azul marino, un asco de colores con los que me disfrazo cada día soñando con ser otra.

Soy la típica solterona que vive en un apartamento pequeño, con un televisor, un teléfono, un ordenador conectado a Internet y un coche utilitario. Una mujer maltratada por la aspiración de ser independiente, autosuficiente, no domada por el hombre, no por culpa mía, sino de ellos, que temen a Pamela la gorda, me rehuyen. Lo peor de mi existencia es la soledad, este zoo de soledad en el que vivo.

Yo no siempre he sido así, resentida, con mal humor y despreciada. Yo también fui amada, era una chica alegre, con ganas de comerse el mundo, pero claro, lo entendí mal y me lo zampé todo por el estómago. Ahora me atiborro de pastillas para animar el espíritu y para adelgazar, devoro libros de auto-ayuda y maltrato a mis amigas por teléfono con mis malos rollos. Anoche vinieron Angus, Charo y Laura a mi apartamento para celebrar mi cita de esta noche. Entraron hablando sin parar, se sentaron en cualquier parte y se fumaron dos canutos mientras hacían un poco de cena: Unos paquetes de patatas fritas, pizzas congeladas y Ron añejo con cocacola, me llenaron el salón de ilusiones, chismes y risas, que se esfumaron como el humo de sus cigarrillos en cuanto se marcharon. No hay forma de que una alegría se acerque a mi cara, y menos con este complejo de gordura, me creo impresentable, a pesar de que mis amigas disimulan muy bien y mienten como bellacas cuando afirman, que a los hombres les gustan las mujeres con un par de tetas bien gordas (como dos cántaros), y un hermoso culo (como el de una plaza de toros) en el que perderse. Lo siento tanto Angus, Charo, Laura, sé que a veces me porto muy mal con vosotras tres, pero ¿qué esperáis?, si vosotras perdéis dos kilos a la semana y yo engordo tres, en el fondo cuanto más os necesito, más me voy alejando de vosotras...

La primera vez que tuve conciencia clara de mi gordura fue una mañana que paseaba por una calle en obras, yo había sido hasta entonces la ilusión de los albañiles, el perejil de sus sudores, pero aquella mañana no escuché piropos, me tiraron palabrotas... «Mira tío, ahí viene la mujer foca del circo...», no les contesté nada, estaba tan avergonzada e irritada que llegué a casa con un dolor pesado que martilleaba mi cabeza... Así comenzó mi calvario del jodido espejo y del hijoputa del peso... Mi vida se ha convertido en un infierno, si voy al cine siento como el del asiento de al lado me mira con cara de: «Tú no puedes meterte en esa butaca gorda...» En el autobús siempre hay el típico gracioso que parece decir: «A esa gorda le cobras el doble, que ocupa dos asientos...».

Una mañana que fui a visitar a mi madre, llevada por un ataque de petarda-hija única, le pregunté: Mamá, ¿estoy muy gorda?, y ella, sentada junto a la mesa de la cocina, pelando una patata, levantó la vista, la recreó en todo mi cuerpo, suspiró y dijo: «Hija, tú no estás gorda, tú lo que estás es desfigurá». Así me dijo, ¡desfigurá!

Desfigurar: Afear, ajar el semblante, disfrazar, referir una cosa alterando sus verdades circunstanciales. Osea, mi madre me ve como una fea gorda mal disfrazada en carnaval. Aquella conversación con mi madre me llevó a la frenética búsqueda de un supermercado, y a encerrarme en mi apartamento por tres días comiendo tabletas de chocolate, devorando bolsas de patatas fritas, y tomando a cucharadas grandes una lata de dos kilos de leche condensada.

Para mas inri hace dos meses mi jefe va y me echa, me dice que es por ajuste del personal, que como entré la última... ¡Menudo cabrón!. A tí querida Charo te debo una cosa, has sido la única con dos ovarios para decirme la verdad. En realidad, me despidió porque dijo que yo no tenía el aspecto físico que necesitaba el empleo, ¡mamón!, no tuviste valor para escupírmelo a la cara. ¡Como si para alquilar un coche tuviera que acostarse una con el cliente...! Cuando me enteré me llegué a la agencia, le grité unas cuantas verdades a mi jefe y le propiné cuatro hostias delante del personal.

Me he ganado la fama de mala leche en todo el pueblo, así no es de extrañar que, si la palmo en medio de esta tomatera, nadie vaya a llorar a mi tumba...

Tengo hambre de bocadillo de mortadela Pamplonica, de tortilla de patatas, de batido de chocolate... Lo mejor será no pensar, respirar hondo, cerrar los ojos, e intentar evitar el aullido de mi estómago. Mi amiga Angus dice que necesito un sicólogo, y yo le he dicho que lo mío no me viene de las neuronas, sino de las hormonas, que se me han vuelto locas y todo lo convierten en grasa y celulitis. Angus insiste en asegurar que le ha ido muy bien con uno argentino, un joven de esos que te abren la puerta al entrar, te besan la mano y te encienden el cigarrillo con su mechero... ¡Angus, hija!, ¿en qué mundo vives?, hombres así sólo buscan una cosa: Tu dinero. Ya se ha perdido la cortesía y el cortejo desde que todos somos iguales... ¡Lo que me faltaba!, encima se pone a tronar el cielo.

¡Será posible que siempre que vea un rayo me acuerde de ti, Paco Salgado! Tú que me llevabas a cenar a los mejores restaurantes, que me regalabas rosas y me decías a la luz de la luna: «¡Cómo me gustan tus carnes rechonchas y estas mollas de tus muslos y estos hoyuelos en tu cara...». Y yo como una perra enamorada te creía y te adoraba. Fueron tres semanas de ensueño, tres semanas inolvidables que me diste Paco Salgado, el del lunar en la frente con el vello tieso, el que me engatusaste con bellas palabras hasta tu apartamento, y yo tras tres güisquis me dejé desnudar sobre tu cama, dispuesta a regalarte la flor de mi secreto, y tú subido en mis carnes dibujaste una mueca en tu desgraciada boca y me dijiste: «Pareces una cerda reventona, estás empapada en sudor, me das asco...» Tan sorprendida estaba que ni moví un dedo cuando me hacías aquellas fotos. ¿Qué pretendías con ellas, cabrón?, ¿mostrársela a tus compañeros de trabajo para ganar una apuesta? Cómo disfruté agarrándote por donde más os duele a los hombres, para asegurarme de que no dejarás en este jodido mundo a ningún desgraciado como tú, ¡ya lo he dicho!, ¡joder, qué a gusto me he quedado...!

¿Qué hora será?. Este maldito reloj se ha parado con el golpe. Se me están clavando en el costado los hierros de la puerta del coche... ¿Qué será de Manolo?, el de mi cita secreta. Nos conocimos por Internet: ¿De qué forma iba a ligar un foca como yo?. Todo nos iba tan bien... Escritos interminables, poemas... Estaba tan ilusionada con esta amistad sin compromiso... Pero tuviste que estropearlo todo Manolo... Vas y me pides una foto mía, y yo claro, al ver tu foto con esos ojazos negros y esa sonrisa capaz de derretir un glaciar, mezcla de Antonio Banderas y Javier Barden, voy y te mando una foto de mi amiga Laura, que es una sílfide. Perdóname Laura, se que pondrás el grito en el cielo cuando te enteres de esta putada que te he hecho, pero entenderás que en mi condición de gorda desesperada no le iba a enviar una foto con mis hechuras.

Eso ocurrió hace un mes y tú, Manolo, no dejaste de suplicar que querías conocerme en persona. Habíamos quedado en vernos esta noche a las diez y media en el Pub Bako... Me he pasado toda la semana pensando en ponerte un e-mail diciéndote que no podía ir alegando miles de excusas, pero la jodida curiosidad me ha podido... Quería ver la esbeltez de tu cuerpo, sentir tu presencia a mi vera... ¡Qué puñetas!, iba a martirizarme viendo lo que no podía ser para mí... Seguro que todavía debes de estar esperando a la del cuerpo de sirena...

Con la ilusión que me hacía a mí decir a más de una: «Sí, tengo un novio por internet. Es guapísimo, me escribe poemas larguísimos, es educado, es tan perfecto...»

Ya no podrá ser... Aunque claro, ahora que lo pienso mas detenidamente... Si Dios ha querido esta noche que yo caiga en mitad de una plantación de tomates, y me está dando otra oportunidad, es que debe de ser una señal... ¡Vamos!, que le voy a dar una patada a la puerta de mi Ford, me voy a inflar de comer tomates y luego, aunque sea a rastras subiré hasta la carretera, me podré a gritar auxilio en los cuatro idiomas que yo hablo, y como me llamo Pamela Redondo, que me voy a gastar los cuatro cuartos que me van a dar del desempleo, en un viaje al Caribe, que me han dicho que allí hay hoteles de lujo, con unos morenazos que te quitan los kilos a base de salsa, merengue y revuelques de cama.

¡Adiós Manolo!







EL VUELO

Amanece plomizo en el bosque. Unos débiles y lentos crujidos despiertan las viejas y apolilladas maderas de una pequeña cabaña, situada en la ladera de una hermosa montaña del pirineo francés, cuyos brazos abarcan la totalidad de un precioso lago.

A lo lejos se escucha un ligero repiqueteo de agua saltarina procedente de alguna pequeña fuente, y el piar chillón de los pajarillos hambrientos en sus nidos.

Mario se asoma aún adormecido al porche, envuelto en una gruesa manta de lana azul. Saca levemente la cabeza y la brisa gélida que sube del ras del profundo lago le hace estremecer, embutiéndose aún más en su vieja manta.

Frente a Mario los oscuros pinos están aún envueltos en la espesa niebla crecida durante la pasada noche. Se le antojan grandes buques perdidos a la deriva de un ancho mar.

-¿Tú sabes de dónde?- pregunta Mario a su perro que le responde con un ladrido y un ligero batir de su larga cola. Tienes razón, Lobo- dice acariciando la pequeña cabeza peluda de su mascota- ¿qué importancia tiene el lugar? A mi edad lo importante es ver amanecer un nuevo día.

Una extraña sensación de melancolía embarga a Mario. «Con el montón de veces que me he jugado yo la vida y sin embargo, cuando ya nada ni nadie me retiene, me aferro más a esta tierra, a estos bosques y a ti, mi querido Lobo».

Mario toma aire y en el silencio del bosque le parece oír a lo lejos, como venido de la niebla, aquella risa que dejó de escuchar cuando aún era un niño. «Así reía mi padre, Lobo. Sin embargo no te dejes engañar por su risa, mi padre era un hombre serio. Enfundado en trajes negros y camisas blancas de cuello almidonado. Un ilustre abogado de oficio en Barcelona. Hasta aquel maldito día. Alguien se chivó...»

Todo estaba tan anclado en la mente de Mario: Los inesperados y estruendosos golpes en la casa a media noche. El derribo posterior de la puerta, golpes, gritos, golpes, murmullos y más golpes. Su madre arrodillada suplicando, sus hermanas mayores llorando abrazadas a ella, y él, tras los barrotes del descansillo de las escaleras, observando aterrado la escena. Mario tenía entonces nueve años y para él su padre era un hombre invencible, un semidiós con la ley bajo el brazo. Sin embargo, aquella noche maniatado y llevado a empujones por dos soldados franquistas, con la barbilla hundida en el pecho, se le antojó viejo, débil y lo que es peor, mortal. Fue entonces cuando llegó, como ahora, el temblor en la mano izquierda, la presión en el pecho, la angustia pesada en el estómago, la rabia contenida en los puños apretados.

Días después marchó a Perpiñán con su madre y hermanas. Su abuelo Andrés les comunicó la fatal noticia por teléfono. Su padre había sido fusilado por conspiración contra el régimen. Pero lo importante, según les explicó su abuelo, era que ellos habían salvado el pellejo.

«Salvado el pellejo», musita desviando la mirada de la niebla. Esas eran las únicas palabras que aún le pesaban de aquel hombre pequeño y delgado, de pelo cano, con grandes entradas y nariz aguileña como él era ahora.

Alza los ojos y le alegra ver al águila sobrevolar el lago en busca de comida. Mario se desprende de la manta, extiende sus delgados brazos y los agita simulando el señorial y armonioso vuelo del ave.

-Tranquilo Lobo, aún no te abandonaré- Lobo se apoya en sus patas traseras y estirando su delgaducho cuerpo muerde en la pierna a Mario.

Lobo no es un perro de raza, es un chucho de color canela, ojos negros y alegre rabo. No es un guardián ni un cazador nato, pero le hace compañía y le escucha con las orejas tiesas y los ojos brillantes sin rechistar, y eso ya es más de lo que sus congéneres humanos hacen con él. Los pocos que pasan por aquellos contornos se paran para pedir algo de comida, un poco de calor del fuego, unos cigarrillos, pero de entablar conversación nada. Lo más intercambian cuatro palabras, ya que a la quinta, ya se han ido sin despedirse.

-Los huesos de viejo ni para caldo de puchero- dice al perro y éste ladra meneando la cabeza.

El cielo del bosque ha descorrido ya sus cortinas y unas tímidas franjas doradas comienzan a reflejarse en el lago, donde unos patos nadan ligeros, se zambuyen y sacan algún pececillo plateado.

Mario sale del interior de la cabaña vestido con un pantalón marrón de pana ancha, botas azules de montaña y una camisa negra de lana. Se cubre los pocos cabellos canos con un gorro de piel de conejo, se pone al hombro la escopeta y en la cintura su pesada canana llena de cartuchos.

Echa a andar seguido de Lobo por un estrecho y ascendente sendero lleno de hojas muertas y prensadas como papel mojado por el espeso rocío, así unos cincuenta metros, hasta que se adentra por el pedregoso camino trazado por los cazadores, que termina en una pequeña llanura de corto manto amarillento y despoblada de arboleda, situada justo en frente del lago.

Desciende por la llanura unos pasos hasta detenerse junto a un peñasco calizo. Desde allí tendrá una buena vista de la orilla del lago y de algún macho que se acercará a abrevar.

Algo cansado por la caminata se recuesta en el peñasco. Saca del bolsillo de la camisa su vieja pipa y la rellena con el tabaco mentolado que le trae una vez al mes Raimond, el joven guardabosques. En los duros y fríos días del invierno, el calor de la pipa es una agradable compañía. A veces la acaricia con cariño, como si se tratase de una mujer, de aquella mujer morena de grandes ojos negros que un día desposó y de la que nunca se ha desprendido a pesar de su pérdida y de los años.

-¡Qué hermosa eras Julia!, sobre todo en el escenario del circo, toda llena de luz y belleza, con tus trajes blancos y tu larga y gruesa trenza negra, subida en aquel delgado cable desafiando al vacío. «Despierta mi amor si estás dormida, date la vuelta en la cama, besa la almohada y piensa, que ha sido a mí a quien has besado», ¿te acuerdas Julia?, tu primera serenata.

Aún no se ha consumido todo el tabaco de la pipa cuando Mario entra en un suave sopor, volando, como en su más deseado y repetido sueño.

En Perpiñán admiraba las palomas que sobrevolaban la plaza Mayor, se quedaba allí, sentado en un banco verde, alelado, admirando el subir y bajar de sus blancas alas. A los once años le dijo a su abuelo Andrés que un día conseguiría volar. Su abuelo le miró muy serio y le dijo: «Si tú lo dices seguro que lo harás». Lo que no sabía su abuelo era que unos meses después, su nieto saldría en la portada del periódico local de Perpiñán al intentar volar tirándose del campanario de la Iglesia. Aquellas alas de plumas de gallina no dieron el resultado esperado. Se fracturó un brazo y varias costillas.

Pero Mario ansiaba volar por encima de todo y un año más tarde lo intentaría de nuevo, pero esta vez con un paracaídas hecho con cortinas viejas. Subió al techo de su colegio y ante un concurrido público de colegialas se lanzó al aire y se volvió a romper el mismo brazo.

Después de aquello, se conformó con mirar desde las azoteas a los numerosos aviones que pasaban por Perpiñán cargados de bombas y de soldados. Mario se imaginaba que era uno de ellos, con casco, fusil y granadas en los bolsillos. Se anudaba una cuerda de tender la ropa en la cintura, y dando un grito tomaba impulso y caía al patio interior de su casa.

Su abuelo, creyendo que su nieto terminaría matándose le inscribió en una escuela militar francesa. No lograría ser piloto, aquel temblor en la mano izquierda que le perseguía algunas noches se lo impidió. Deprimido por no conseguir su sueño a los dieciocho años se marchó de Perpiñán, se embarcó en un navío americano como fregaplatos. Llegó a New York con las manos despellejadas y sin un duro en los bolsillos. Tras varios meses de trabajar como descargador de una empresa cárnica y repartidor de revistas y periódicos, se unió a unos de esos pequeños circos que van de pueblo en pueblo. Primero limpiando la jaula y dándole de comer a las únicas fieras del circo, dos escuálidos, viejos y raquíticos leones. Más tarde intentaría montar el número de la «Bala humana» junto con el enano del circo que sería el encargado de encender la mecha. El día señalado para su gran vuelo había llegado, tras varios redobles de tambor, el silencio del escaso público y la tremenda explosión, tan sólo lograría ser escupido dos metros más allá, muy lejos de la red que habían preparado para el gran vuelo, todo chamuscado, sordo del oído izquierdo, y con la moral quebrada. Ya nunca más volvería a intentarlo.

Había vuelto a Europa hacía cinco años y lo primero que hizo fue visitar la tumba de sus padres y de su abuelo. «¿Por qué ahora después de tanto años de ausencia?», se preguntó frente a la tumba de sus padres. No encontró respuesta en ese instante, como tampoco ahora a sus setenta y cuatro años.

Mientras Mario dormita, Lobo se entretiene jugueteando con las florecillas silvestres y los nerviosos saltamontes que corren despavoridos a su paso. De pronto una mariposa de brillantes colores rojos y negros, se posa justo encima de la escopeta de su amo. Lobo al ver la mariposa, salta sobre ella con tan mal tino, que mueve la escopeta.

El sonido de un disparo sobresalta al bosque. Lobo empieza a ladrar y gemir aterrado. La bandada de patos y gansos levantan el vuelo, asustados. El águila chilla, un amarillento polvo asciende al cielo extendiendo el mortecino mensaje y atrae a unos grisáceos buitres que empiezan a hacer círculos en el aire.

Mario, entre sueños, siente una profunda quemazón, no precisamente del calor del sol ni de su vieja pipa. Con gran lasitud, mareado y desconcertado, como en el despertar de una pesadilla, entreabre los ojos y torpemente inclina la cabeza, a la vez que abre la boca en toda su extensión al ver que la escopeta está sobre su pecho. Percibe el calor que aún se desprende de ella y el olor a pólvora quemada: «¿Qué ha ocurrido, Lobo? ¿Cómo se ha disparado el arma?.»

Aturdido mira de nuevo la posición del arma y para su pesar comprueba que la diana del disparo ha sido su pecho. Estupefacto mira a su perro, al cielo, al lago: «El águila sigue ahí, los pinos siguen meciéndose, y ¿no es ese mi Lobo?, el que no para de ladrar, gemir y empujarme con el hocico nervioso, entonces si todo sigue igual, ¡debo de estar soñando!, eso debe de ser». Mario tiembla, no sabe si de miedo o de frío, sin embargo en medio de su desesperación recuerda que pronto llegará Raimond, por el camino de los cazadores para acercarse a su cabaña. Por suerte para él, hoy es primero de mes y cada primero de mes Raimond viene con provisiones y su tabaco.

Para su asombro se ve a sí mismo recostado en el peñasco. A su perro ladrando, gimiendo y dándole empujones tirando desesperadamente de su pantalón de pana. Ve a Raimond, montado torpemente en la motocicleta, intentando no caer al suelo enfangado. Incluso puede ver toda la totalidad del lago, los patos y gansos nadando tranquilamente.

Es más, a pesar de sentirse muy, muy cansado, se encuentra ágil y ligero. La gran Bala Humana, alza sus brazos, los extiende, y echa a volar sin red, hacia algún lugar de ninguna parte.

jueves, 4 de marzo de 2010

LA CORTINA, por Lucía Muñoz



Aquel día, Raimundo llega a casa cabizbajo. En la mirada que le capta su hija Fernandita de 12 años, hay toda la pesadumbre, ira e incomprensión del mundo. La niña corre a saludar a su padre y se abraza a su cintura. Raimundo besa a su hija en la frente despejada y le dice:
-Fernandita, no salgas a la calle, que hay hombres malos que cortan los pechos a las niñas bonitas como tú.
La hija se ha quedado perpleja ante lo que acababa de oír, quiere replicar, preguntar, pero piensa que si su padre dice eso, sin duda debe de ser verdad; así que se abraza más fuertemente a la cintura de su padre.
Es el año 1936, la guerra recorre las calles con su negra sombra y su bandera de sangre. La flota de pescadores está amarrada y debe de permanecer así; aquel que saque el barco para pescar, será severamente castigado.
-Nada. No traigo nada para comer- dice Raimundo desconsolado.
-Bueno. Mañana será otro día y tal vez...- comenta Luisa, su mujer.
-Tal vez nada. Nada de nada. Hambre, hambre y miseria, eso es lo que nos espera si esta maldita guerra dura mucho. Los pobres siempre tenemos que pagar el pato de todo.
-No hables tan alto hombre, qué te va a oír los niños.
-¡Pues que se enteren! Tarde o temprano lo van a saber, o ¿es que piensas que esto va a ser cosa de dos días?
-¿Tan grave es?
Raimundo no responde a su mujer.
-Que el señor nos ampare y nos proteja- susurra Luisa santiguándose.
-¿El señor?, ¿Es que crees que tu señor tiene algo que ver en esto?
-Raimundo te he dicho muchas veces qué en mis creencias no te metas. Tú puedes ser del partido que tú quieras, pero con mi iglesia no te consiento…
A Luisa no le da tiempo a terminar la frase. El guantazo la deja atónita. No es que fuera ésta la primera vez que su marido le pegara cuando ella protestaba por algo, pero precisamente delante de su hija nunca lo había hecho.
-¡Madre! - grita la hija - ¡madre, no llore!- y se abalanza hacia ella.
-¡Fernandita, vete al dormitorio con tus otros hermanos!- ordena el padre.
La hija de mala gana y llena de sentimientos contradictorios hacia su padre, se separa de la madre. En el fondo sabe que no poduede hacer nada. Ni ella ni sus otros cuatro hermanos más pequeños.
Ignacio, el bebé de cinco meses comienza a llorar sin consuelo en su pequeña cuna de madera, a caso, imaginando el destino que les aguardaba a los miembros de aquella casa.
Fernandita corre la cortina que servía de separador entre el comedor-cocina y el único dormitorio de la casa. La cortina es una bandera republicana. Al abrirla encuentra a sus cuatro hermanos restantes, con los ojos lagañosos, los mocos caídos, el pelo enmarañado, las caritas llenas de churretes, las ropitas raídas y desgastadas del uso de un hermano a otro.
Fernandita coge al bebé Ignacio de la cuna de madera y lo abraza. Intenta consolarlo susurrándole una canción de cuna, la misma que le habían cantado a ella en aquellos años en que nada era lo que parecía, en que todo era del color de las rosas y en la mesa siempre había medio pan redondo recién hecho, un plato lleno de pescado fresco, brillante y plateado, y una olla hirviendo con un rico guiso que perfumaba toda la casa y le hacía salivar y reír, pedir y recibir una cucharada calentita de aquel caldo tan sabroso de manos de su madre.
Su madre, tan guapa, con una sencilla bata de algodón blanco, sus cabellos negros recogidos en un moño alto, ojos almendrados, nariz algo respingona que le daba un aire divertido, o por lo menos, eso le parecía a Fernandita, sobre todo cuando su madre la hacía mover de un lado a otro, debido a que le picaba porque le había entrado un poco de pimienta de la que acababa de moler en el mortero… “Fernandita, ráscame la nariz”, solía pedirle su madre. A veces hasta se llenaba con un poco de moquillo pero eso a ella no le importaba, “Ojalá ahora mismo me lo pidiera, aunque me llenara toda la mano de mocos …” Recuerda a su madre limpiando el pescado, escamándolo, sacándole las tripas mientras de sus labios salían aquellas canciones, coplas de amores entre un señorito y su criada, de un torero y una cantante de cuplés… De un hombre que venía en un barco con nombre extranjero…
Han pasado varios días, el hambre corroe las tripas, pero nadie en aquella casa se atreve a hablar. Raimundo esté de muy mal humor. Los niños gimotean apilados encima del colchón de paja, hambrientos, asustados…
Luisa, después de dos días sin poder poner en la mesa más que unos mendrugos de pan duro, y dos moniatos asados que su buena vecina Hortensia les regaló, piensa que su bebé no toma tanta leche como ella acumula en sus pechos, y se saca toda la que puede y con ella hace unas gachas de harina tostada y un poquito de azúcar.
Fernandita en silencio lo ha presenciado todo escondida tras la cortina.
Luisa los llama a todos, pone la sartén encima de la desvencijada mesa y con cucharas de madera comen con la avidez del que sabe que puede ser su última cena, desayuno y almuerzo. Se relamen los niños del gusto, pero Fernandita, no puede, se le hace un nudo en la garganta, de recordar la escena de su madre ordeñándose frente a la sartén.
Raimundo lleva dos semanas parado, sin hacerse a la mar. Por la noche sobre el colchón rumia palabras, pensamientos que no le dejan pegar ojo, hasta que a las tres de la madrugada, se levanta y corre la cortina del dormitorio. Luisa que tampoco ha podido dormir eschuchando a su marido y sintiendo todo su nerviosismo, se levanta tras él. Fernandita que se ha despertado, puede oír a su padre hablar en la otra sala:
-Voy a por el barco. A echar las redes. Pase lo que pase, no podemos seguir así, no podemos, mira a los niños, cada día están más famélicos...
-¡No vayas, no vayas, Raimundo! ¡Te molerán a palos, no vayas por favor…!- Suplicaba su mujer.
Pero de nada le sirve a Luisa las protestas, los ruegos… Angustiada por lo que le pueda pasar a su marido, se seca las lágrimas con el viejo delantal a cuadros que un día fue azul y blanco. Nada puede hacer, más que llorar y esperar. La mujer no protesta, la mujer no dispone, la mujer no niega nada a su marido, la mujer no responde mal a su marido, la mujer sólo tiene que agachar la cabeza y esperar.
En la calle hay disturbios, se escuchan llantos, gritos, algún disparo. Fernandita y sus cuatro hermanos encima del camastro tiemblan de frío, tosen, se comen los mocos y se chupan los dedos soñando con piruletas rojas.
Luisa que ya no puede dormir de la intranquilidad, enciende los últimos trozos de picón y luego pone encima una olla, a la que añade agua, sal, una patata, un nabo y un hueso que ya ha hecho más de quince caldos.
Son las siete de la mañana. Se oyen fuertes golpes en la puerta, Luisa se muerde el labio y aprieta las manos en el delantal.
-¡Fernandita, hija!- grita Luisa-, ¡baja la cortina y métela bajo el colchón. Haz lo que te digo, rápido!
Fernandita salta de la cama y tira de la cortina que es una bandera republicana. La esconde bajo el colchón y se acurruca nuevamente con sus hermanos.
-¡Abran o rompemos la puerta de una patada!- gritan tras la puerta.
Luisa se santigua encomendándose a todos los santos. La mano temblorosa da dos vueltas a la llave. No quiere ver, no quiere mirar, no quiere sentir. Pero sus ojos se han clavado en otros ojos ensangrentados, en una nariz rota, un labio partido, un trozo de oreja descolgada, una camisa rota, varias costillas partidas, los calzones rajados ensangrentados…
-La próxima vez que lo veamos echando la red, no te lo traeremos, se lo comerán los peces- sentencia uno de los hombres con bigote negro grueso y cara de mala leche.
La puerta se cierra, y los niños salen todos a la vez del dormitorio. Fernandita saca de debajo del colchón la bandera republicana que hasta ese día había servido de cortina.
Luisa limpia las heridas a su marido con tiras de trapos blancos. A la mujer las lágrimas se le derraman a cántaros por las mejillas pálidas por el miedo, por el terror a lo que ella siente que pronto va a ocurrir… Gotas de amargura que estallan en el rostro desencajado del marido que al sentir el contacto de las lágrimas, contrae el rostro y gime de dolor.
-No olvidéis esto nunca hijos míos, nunca...- Es lo último que logra decir Raimundo, antes de morir en brazos de su esposa, envuelto en la cortina de la bandera Republicana.